viernes, 4 de mayo de 2012

Crónica: Antigua Aduana – Actual Museo del Bicentenario

“Imagínense dentro de una burbuja de cristal en el fondo del mar” dijo la guía, “pueden pasar”. Con los zapatos cubiertos por botas descartables camine lento en la dirección indicada. Traté de no concentrarme en el olor a humedad tan particular que sentía ni en aquel calor insoportable que se colaba por debajo de mi piloto impermeable hasta hacerme sofocar.

El pequeño pasillo se abrió en un cuarto profundo, oscuro, prácticamente hermético donde un número incalculable de figuras femeninas me observaban desde cada uno de los ángulos habidos y por haber. Mismo desde el piso sentí cómo sus ojos se clavaban en los míos. “No hay manera de sentirse no observado” dijo un muchacho, “la totalidad de la obra se disfruta siendo partícipe de ella”.

Atónita giré una y otra vez intentando captarlo todo. Algo de aquello que llaman claustrofobia se me hizo presente en la garganta. Nada muy definido, nada muy grave. Cinco minutos largos y extendidos después, atravesé aquel pequeño pasillo por el cual había entrado al cuarto. Dejé de lado las botas descartables y salí de aquel recinto.

Caminé hacia mi derecha y observé las ruinas de la antigua Aduana Taylor, el verdadero motivo por el cual había ido a parar en aquel lugar. Me detuve sorprendida por la enormidad del espacio y la restauración impecable de cada una de las arcadas que atravesaban el largo circuito. Había estado investigando tan en profundidad a cerca de la antigua aduana, su historia, su construcción en 1855 y su posterior demolición 37 años más tarde, que el hecho de encontrarme con sólo un aspecto de lo que buscaba me desconcertó. Definitivamente, aquella área otorgada para recorrer las ruinas que alguna vez fueron descubiertas por casualidad había sido cedida para convertirse en el Museo del Bicentenario. Donde las fotografías del difundo ex presidente K abundaban y donde la tecnología que acompañaba los cimientos parecía opacarlos.

Quizás por “costumbre” el olor a humedad ya se había vuelto parte del todo. Intenté concentrarme en lo que había ido a buscar y con mayor ímpetu me escabullí por la zona más alejada y vieja del museo. Me topé con una estantería de vidrio. En ella relucían viejos pedazos de platos, tazas y mosaicos, restos de infraestructura y hasta algunas cerraduras y llaves de increíble tamaño. En mi mente consideré que todo debía mantenerse con aquel rango de antigüedad. El resto de los visitantes parecían no tenerlo en cuenta, fascinados por la vidriera que mostraba el último traje y zapatos utilizado por el Presidente antes de fallecer.

Parte de mi disconformidad me hizo volver hacia las escaleras por las cuales había ingresado, sumergiéndome 10 metros bajo el nivel real de las calles, detrás de la Casa de Gobierno. Volví a observar aquella inmensidad que dejaba a mis espaldas, con su olor y su calor. Dejé que mi bolso corriera por la cinta detectora de metales que me había registrado en la entrada. Saludé cordialmente y me alejé cuesta arriba.

Setenta años pasaron hasta que la obra maestra del pintor mexicano Siqueiros fue rescatada de la oscuridad en la cual permaneció sumergida para ser restaurada y abrir sus puertas al público. Casi dos décadas hasta que las ruinas de la Antigua Aduana, fuesen descubiertas bajo suelo entre los cimientos, remodeladas y hechas museo. Años privados de admiración. Dos obras, dos arquitecturas, dos joyas históricas.