domingo, 5 de julio de 2009

Última Estación

Diez y media de la mañana del día sábado. Entre perezas ordeno mi itinerario. Repito para mi misma –once y media en el andén número uno–. A un par de cuadras de mi casa está la parada del colectivo de la línea noventa y dos, el cual me lleva hacia donde me dirijo. Mi destino, estación de trenes de Retiro. En mi rostro se refleja la ansiedad por volver a viajar en tren dado que no lo hago desde que era muy pequeña.

Sin un minuto más ni uno menos me encuentro en el horario acordado en el primer andén donde mi compañero de Taller, Daniel, me espera. Al instante que nos saludamos no logro contener el comentario “me siento Dora en Estación Central”. Sin duda en mi mente recordaba una de las primeras imágenes de la película brasilera donde la protagonista alza la vista y alcanza a ver la inmensidad de la estación.
El movimiento de gente entre andenes y boleterias no es demasiado, sin embargo, altera mi visión y mi cabeza gira de lado a lado intentando captar todas las situaciones que se presentan.
Entre palabras, chistes y comentarios sacamos nuestros boletos de viaje. Ahora sí, tras los molinetes del andén se encuentra el tren que nos llevará desde estación Retiro a estación Tigre realizando todo su recorrido.

Siendo las once y cincuenta de la mañana en mi reloj, comienza nuestro viaje. Primera estación Lisandro de la Torre (once y cincuenta y siete). Realizo un panorama del vagón en el cual nos encontramos. Ciertas personas parecen viajar a sus trabajos. Otros, tal vez decidieron pasar el día fuera de sus casas y disfrutar de una mañana soleada.
El viaje sin duda es rápido. Entre estación y estación no hay más que un par de minutos de diferencia. Estación Belgrano, hora doce del mediodía. Hasta el momento desde la ventana del vagón me encuentro con imágenes conocidas, Club de Gimnasia y Esgrima, el hipódromo, el velódromo…
A modo de no perder el encanto de esta experiencia con la cual me reencuentro decido estar atenta sólo a mis percepciones. Sin notas, sin fotos. Solo registro los tiempos en que el tren une una estación con la otra.
Estación Núñez, doce horas y tres minutos. Al costado de nuestros asientos una pareja juega a las cartas. Se acomodan y solo alzan la vista para tomar cuenta de la estación que se aproxima.
Estación Rivadavia, doce horas y cinco minutos. A esta altura alcanzo destacar que dos vendedores ambulantes han pasado sin elevar su voz. De vagón a vagón pasan en silencio ofreciendo estampitas.
Comienzo a desconcertarme. Me encuentro alejada de todas aquellas imágenes conocidas que veía antes. Ahora si y más que antes, me acerco a la ventana del vagón. Las casas y calles cercanas a las vías pasan a ser mi nuevo paisaje a observar.
Estación Vicente López, doce y ocho minutos. Olivos, doce y diez. La Lucila, doce y trece. En cada una de las estaciones, la gente sube y se acomoda. Busca un lugar. Otros bajan y caminan por los costados de los andenes. Llegamos a Estación Martínez (doce y quince minutos). La secuencia de subir y bajar del tren se vuelve más notoria dado que el número de gente que sube es mayor al de las estaciones anteriores.
De nuevo el viaje continúa y sigo pensando que sólo quiero disfrutar del paisaje, nada más. Pienso que si bien puedo tener un registro casi perfecto de la situación en la cual me encuentro e incluso decir que el vagón tiene aproximadamente sesenta y ocho asientos de color azul y celeste, algunos desgarrados por el uso, el viaje no solo me invita a observar y registrar exteriormente sino que dentro mío un viaje paralelo comienza a surgir. Me remonto a los trayectos que realizaba en tren con mi abuelo y hermanos desde Ituzaingó, provincia de Buenos Aires, hacia capital después de un par de semanas de vacaciones. Busco aún más y resurgen mis deseos de viajar constantemente, de conocer nuevos lugares, de vivir en un lugar diferente al cual vivo en la actualidad dada la diferencia de transito y el continuo movimiento de gente. Poder realizar el movimiento que propone el antropólogo Lins Ribeiro y volver exótico lo familiar.
Estación Acasuso, doce horas y dieciocho minutos. San Isidro, doce y veinte. Sucesivamente el tiempo entre cada una de las estaciones se resume en los mismos pocos minutos que en el comienzo del trayecto. Tras ellas Estación Beccar, Victoria, Virreyes... Sin despegar la vista de las casas y las plantas que las adornan me quedé mágicamente fascinada por una casa de color rosa. El instante en el que la vi continua extendiéndose en la retina de mis ojos por largos minutos. Paradas siguientes, San Fernando, Carupá, la sigo recordando perfectamente. Un patio lleno de vegetación por doquier, no muy grande, no muy pequeño. Azulejos antiguos en parte de las paredes. Una casa estilo colonial. Por dentro pienso “si viviese en esa casa, todos los días serían días geniales”. Nuevamente un antropólogo, esta vez Edmund Leach, aparece en mi mente con su construcción del otro. En este caso, el llamado otro lejano donde la distancia que nos separa de aquél otro se vuelve el punto clave y necesario para remontarnos a una situación paradisíaca siempre.
Doce y treinta y siete minutos. Estación final, Tigre. Como es de esperarse, un gran número de personas, entre ellos nosotros, nos dirigimos hacia la salida de los andenes.

El día continua siendo soleado. La tarde se presta para caminar. Mi compañero y yo paseamos por donde se encuentra el monumento al remero. Las banderas de los diferentes clubes y las placas con sus respectivos años de inauguración se lucen al costado de éste monumento.

Nos detenemos frente al Río Luján, disfrutando de la agradable vista. Sacamos fotos y Daniel me cuenta de sus experiencias en este deporte. Dejo que el sol acaricie mi rostro y tras cerrar un par de segundos los ojos nos encontramos listos para emprender nuestra vuelta.
Una hora después de nuestra llegada al Tigre, arranca el tren destino a Retiro. Tomo de mi bolso mi anotador y con la lapicera en mano hago un registro de este nuevo viaje de regreso.
El movimiento de los vagones hace complicado que pueda escribir mis notas. El ruido que éstos producen con las vías se vuelve constante. Particularmente no me molesta aunque el “silencio” que se alcanza al llegar a cada una de las estaciones es un alivio para nuestros oídos que tanto se acostumbran al rechinar de los vagones.
El número de gente que se desplaza por los andenes es mayor que al del viaje de ida debido a la diferencia horaria. Entre estación y estación, comienzan a subir pasajeros con las camisetas de fútbol del equipo de Tigre. En ese instante nos damos cuenta que en el Estadio de River Plate (situado en Núñez) juegan partido River- Tigre. Los hinchas son destinados por fuerzas de la policía hacia el último vagón. Desde lejos escuchamos los clásicos cánticos alentando a su equipo.
El ruido del tren ya no es único y no solo se encuentra acompañado por las voces desaforadas de los hinchas, sino también de un vendedor ambulante de cds que con voz potente y tratando de opacar los demás ruidos nos ofrece “los mejores éxitos románticos, clásicos y del momento de regetton”. En su mano derecha carga el grabador que reproduce dichas canciones.
Dos de la tarde. Entre las subidas y bajadas de los hinchas, nuestro regreso se vuelve más extenso que el viaje de ida. Estaciones después, las consecuencias de las pequeñas demoras se hacen visibles. La acumulación de gente en los andenes hace que al subir a los vagones haya poco espacio entre los pasajeros. Desde algún rincón rescato a alguien decir “no hay más lugar”.
Estación Núñez, dos horas y veinticinco minutos. Recambio de pasajeros. Los hinchas llegan a destino y descienden. Nuevamente comienza a haber lugar en los vagones y el ambiente se torna más calmo.
Las pocas estaciones que quedan vuelven a ser conocidas. Los edificios altos empiezan a hacerse notar. Las autopistas se ven a lo lejos.
Una disminución en la velocidad del tren nos anuncia que nos encontramos entrando en la gran estación de Retiro.
Descendemos pero esta vez en el andén número cuatro siendo las dos y cuarenta de la tarde. Dejando escapar comentarios del viaje, Daniel y yo nos dirigimos hacia los molinetes que dan paso a la salida. Me despido de él y cruzo la estación principal escabulléndome entre la multitud.

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